El cristianismo no ofrece respuestas al Coronavirus
No se supone que lo haga
Para muchos cristianos, las limitaciones impuestas por el coronavirus en la vida han llegado al mismo tiempo que la cuaresma, la temporada tradicional de prescindir. Pero las regulaciones rigurosas –sin teatro, escuelas cerradas, arresto virtual para nosotros los mayores de 70– hacen una burla de nuestras pequeñas disciplinas de cuaresma. Estar sin whisky, o chocolate, es un juego de niños comparado con no ver a los amigos o los nietos, o ir a restaurantes, bibliotecas o la iglesia.
Hay una razón por la cual normalmente tratamos de encontrarnos en persona. Hay una razón por la cual el confinamiento en soledad es un castigo tan severo. Y esta cuaresma no tiene una pascua fija hacia la cual mirar. No podemos tachar los días. Hay una quietud, no de descanso, sino una suspensión, una pena ansiosa.
Sin duda, los tontos sospechosos habituales nos dirán por qué Dios nos está haciendo esto. ¿Un castigo? ¿Un aviso? ¿Una señal? Estas son presuntas reacciones cristianas impulsivas en una cultura que, generaciones atrás, abrazó el racionalismo: todo tiene que tener una explicación. Pero, ¿si no la tiene? Suponiendo que la real sabiduría humana no significa ser capaz de juntar algunas especulaciones poco fiables y decir, “¿Entonces eso está bien?” ¿Qué pasaría si, después de todo, hay momentos como los reconocidos por T. S. Eliot al principio de los 40, cuando el único consejo es esperar sin esperanza, porque estaríamos esperando por la cosa errónea?
Los racionalistas (incluyendo los cristianos racionalistas) quieren explicaciones; los románticos (incluyendo los cristianos románticos) quieren que se les dé un suspiro de alivio. Pero quizá, en vez de eso, lo que más necesitamos es recuperar la tradición bíblica del lamento. El lamento es lo que pasa cuando las personas preguntan, “¿Por qué?” y no reciben una respuesta. Es adonde llegamos cuando nos movemos más allá de nuestra preocupación egoísta sobre nuestros pecados y caídas y miramos más ampliamente al sufrimiento del mundo. Es suficientemente malo enfrentar una pandemia en Nueva York o Londres. ¿Qué tal un campo de refugiados multitudinario en una isla griega? ¿Qué tal Gaza? ¿O Sudán del Sur?
En este punto los Salmos, el himnario propio de la Biblia, vuelve a los suyos, justo cuando algunas iglesias parecen haberlos abandonado. «Ten misericordia de mí, Señor» ora el Salmo 6, «porque estoy enfermo; sáname, oh Jehová, porque mis huesos se estremecen». «¿Por qué estás lejos, oh Jehová?» pregunta el Salmo 10 lastimeramente. «¿Y te escondes en el tiempo de la tribulación?» y así sigue: «¿Hasta cuándo, Jehová? ¿Me olvidarás para siempre?» (Salmo 13). Y, mucho más aterrorizante porque Jesús mismo citó en su agonía en la cruz, «¡Dios mío, Dios mío! ¿por qué me has desamparado?» (Salmo 22).
Sí, estos poemas a menudo terminan en luz al final, con un sentido fresco de la presencia de Dios y esperanza, no para explicar el problema, pero para proveer tranquilidad dentro de ella. Pero a veces van para el otro lado. El Salmo 89 comienza celebrando la bondad y las promesas de Dios, y de repente cambia y declara que todo ha ido horriblemente mal. Y el Salmo 88 empieza con miseria y termina en oscuridad: «Has alejado de mí al amigo y al compañero, y a mis conocidos has puesto en tinieblas.» Una palabra para nuestros tiempos de confinamiento.
El punto del lamento, entretejido así en la tela de la tradición bíblica, no es solo una salida para nuestra frustración, pena, soledad y pura incapacidad para entender lo que está pasando o por qué. El misterio de la historia bíblica es que Dios también se lamenta. A algunos cristianos les gusta pensar que Dios está por sobre todo, sabiendo todo, encargado de todo, calmo y sin afectarle los problemas en este mundo. Esa no es la imagen que tenemos en la Biblia.
Dios estaba apenado en su corazón, Génesis declara, por la violenta maldad de sus criaturas humanas. Él estaba devastado cuando su propia novia, el pueblo de Israel, se alejó de Él. Y cuando Dios vino de nuevo hacia su pueblo en persona –la historia de Jesús no tiene sentido a menos que se trate de eso– Él lloró en la tumba de un amigo. San Pablo habla del Espíritu Santo “gimiendo” dentro nuestro, mientras nosotros gemimos dentro del dolor de toda la creación. La antigua doctrina de la Trinidad nos enseña a reconocer al único Dios en las lágrimas de Jesús y en la angustia del Espíritu.
No es parte de la vocación cristiana, entonces, poder explicar qué está pasando y por qué. De hecho, es parte de la vocación cristiana no poder explicar y en su lugar, lamentar. Así como el Espíritu se lamenta dentro nuestro, entonces nos convertimos, aún en nuestro asilamiento, en pequeños santuarios donde la presencia y el amor sanador de Dios puede reposar. Y de ahí pueden emerger nuevas posibilidades, nuevos actos de bondad, nuevos entendimientos científicos, nueva esperanza. ¿Nueva sabiduría para nuestros líderes? Ahora eso es algo para pensar.
Traducción: Natanael Florit, Córdoba, Argentina
Edición de la traducción: Jonathan Hanegan
Christianity Offers No Answers About the Coronavirus, Time Magazine