Los maestros sólo pueden ser maestros cuando existen estudiantes que quieren ser estudiantes. Una respuesta sin pregunta se vive como manipulación; si no hay dificultades, la ayuda se siente como interferencia; y sin el deseo de aprender, el ofrecimiento de enseñar se vive fácilmente como opresión. Por lo tanto, nuestra primera tarea no es ofrecer información, consejo o guía, sino ayudar a otros a que entren en contacto con sus propias luchas, dolores, dudas e inseguridades; en breve: afirmar el sentido de la vida como búsqueda.
Ésta es una tarea muy difícil, ya que va en contra de la corriente de educación que quiere proporcionar conocimiento para comprender, habilidades para controlar y poder para conquistar. En la educación religiosa, encontramos que Dios no puede ser entendido, descubrimos realidades que no podemos controlar y nos damos cuenta de que nuestra esperanza se esconde no es la posesión de poder, sino en la confesión de debilidad. Mientras la religión sea percibida por el estudiante y tratada por el maestro como otro campo para ser dominado (con competencia, notas y premios), sólo se puede esperar hostilidad y resentimiento. Las preguntas esenciales de la religión (¿Quién soy? ¿De dónde vengo? ¿Hacia dónde voy?) no son preguntas con una respuesta, sino preguntas que nos abren a nuevas preguntas, que nos conducen más profundamente al misterio inexpresable de la existencia.
Lo que necesita afirmarse es la validez de estas preguntas. Lo que necesita decirse es “Sí, éstas son verdaderamente las preguntas. No dudes en hacerlas. No tengas miedo de oponerlas.” Enseñar religión, por lo tanto, es primero que nada la afirmación de la necesidad humana de significado. Enseñar significa crear un espacio donde la validez de la pregunta no dependa de la disponibilidad de respuestas, sino de su capacidad para abrirnos a nuevas perspectivas y horizontes. Enseñar implica reconocer las experiencias diarias de soledad, miedo, ansiedad, inseguridad, duda, ignorancia, falta de afecto, apoyo y la constante necesidad de amor como parte esencial de la búsqueda del sentido.
Esta búsqueda, precisamente porque no conduce a respuestas inmediatas sino a nuevas preguntas, es extremadamente dolorosa y a veces intolerable. Pero cuando ignoramos, y por lo tanto negamos estas preguntas en nuestros estudiantes, los privamos de su humanidad. El dolor de la búsqueda humana es un dolor creciente. Cuando evitamos el dolor de hacerlas conscientes, sofocamos las fuerzas del desarrollo humano. En nuestro mundo tecnocrático y comercial, donde se hace la constante sugerencia de que para cada dolor humanos (incluidos la soledad y el dolor) hay un folleto, una píldora o una compañía de seguros, la existencia se convierte fácilmente en plástico. Luego, la muerte comienza a mostrarse en el aburrimiento, la agresión indirecta o la violencia autodestructiva.
Cuando hacemos de las grandes preguntas de la vida un pesado tabú, nos convertimos en sirvientes de la muerte.
Si existe un libro en la Biblia que demuestra el daño que hacen los que niegan la búsqueda humana, es el libro de Job. En el medio de su miseria, Job clama: “Maldito el día que nací y la noche en que fui echado del vientre de mi madre . . . ¿Por qué no morí al salir del seno materno? ¿Por qué hubo brazos para acogerme y pechos para alimentarme? ¡Si sólo hubiera muerto y nunca hubiera visto la luz!”
¿Y qué dicen sus amigos, Elifaz, Bildad y Sofar? No pueden soportar sus preguntas y le gritan: “¿Cuánto más vas a seguir llenando nuestros oídos con tus lamentos?” E ignorando sus palabras, comienzan a defender a Dios y a defenderse a ellos mismos. Pero Job dice: “Estoy cansado de sus consuelos. ¿Hasta cuándo me dirán esas palabras? . . . Yo también podría decirlas si ustedes estuvieran en mi lugar. Podría enterrarlos con acusaciones y burlarme de ustedes en mi piedad.” Job no recibe ayuda de sus amigos. Al negar sus dolorosas preguntas, lo hunden en una desesperación aún más profunda.
Por lo tanto, ser maestro significa, primero que todo, no negar sino afirmar la búsqueda, permitir que se hagan las preguntas dolorosas. Debemos evitar constantemente la tentación de convertirnos en defensores fáciles de Dios, de la Iglesia, la tradición o lo que sea que nos sentimos llamados a defender. La experiencia muestra que dichas apologías despiertan en los estudiantes sólo hostilidad y enojo, y finalmente, una creciente alienación de aquel o aquello que estamos tratando de defender. Todos los maestros de religión están en permanente peligro de parecerse a los amigos de Job, defendiendo ansiosamente la búsqueda dolorosa y llenando nerviosamente el hueco creado por las preguntas sin respuesta.
“Viviendo las preguntas: la espiritualidad del maestro de religión”
Union Seminary Quarterly Review, otoño de 1976
Henri J. M. Nouwen. (2002). Semillas de esperanza. Robert Durback, ed. Buenos Aires: Lumen.