Coloquémonos frente a dos escenas. La primera se refiere a los orígenes (Génesis 4:9s). Caín oye que el Señor le hace una pregunta inquietante:
–¿Dónde está Abel, tu hermano?
El cree que puede evadirse con una cierta dosis de descaro:
–No lo sé. ¿Soy acaso el guardián de mi hermano?
Cada uno de nosotros no puede escapar a esta pregunta, no puede eludir este interrogatorio: «¿Dónde está tu hermano?».
Si no sabemos dónde está nuestro hermano, si rechazamos dar cuenta de él, si no queremos «responder» de él, es cierto que no sabremos nunca dónde está el Padre.
No llegamos aislándonos, separándonos del hermano.
La segunda escena nos la cuenta el evangelio. Encontramos un hijo «ejemplar», toda una vida dedicada a casa y trabajo, o sea, un trabajador y un excelente ejecutor de órdenes, que se ha detenido en el umbral de la casa paterna y no quiere «entrar» (Lucas 15:28).
Al padre, que ha salido a «suplicarle», el hombre de bien la echa en cara:
–Ese hijo tuyo que ha devorado tu hacienda con prostitutas . . .
El padre replica:
–Este hermano tuyo . . . estaba perdido y ha sido hallado.
O sea, el hijo ejemplar, irreprensible, impecable, no acepta, no reconoce a su hermano que se ha equivocado. Lo rechaza, se lo endilga al padre («ese hijo tuyo . . .»). Y el padre se lo remite, no como hijo suyo, sino como hermano que hay que acoger con alegría y perdonar («este hermano tuyo . . .»).
Como diciendo: si éste no es tu hermano, yo no puedo ser tu padre. Si el hijo se separa del hermano, cesa de ser hijo, y queda sin padre. Si no pasas ese umbral, si no entras en el espacio de la comunión fraterna, no encontrarás al Padre.
Es más, estarás irremediablemente «fuera» de su casa.
Alessandro Pronzato, Creer, amar, esperar día a día