Paulo Freire y los evangelios

Conocer, practicar, enseñar los evangelio

Notas para 4 jóvenes seminaristas alemanes

Texto inédito escrito en Ginebra en 1977

Paulo Freire

Traducción al castellano: Jonathan Hanegan 

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Es mi costumbre decir que, independientemente de la posición cristiana en que siempre procuré estar, Cristo sería, como es, para mí un ejemplo de Pedagogo.

 

En mi lejana infancia, en las aulas del catecismo, en que un gran pero ingenuo sacerdote hablaba de la condenación de las almas perdidas para siempre en el fuego de un infierno eterno, además del miedo que se apoderaba de mí, lo que quedaba realmente era una gran bondad, la valentía para amar, sin límites, de lo que Cristo daba testimonio.

 

Niño todavía, joven después, hombre al final, en quien, con todo, el niño siguió vivo, me fascinaba y me fascina, en los Evangelios, la indivisibilidad entre su contenido y el método con que Cristo los comunicaba. La enseñanza de Cristo no era ni podría ser lo de quien, como muchos de nosotros, juzgándose poseedor de una verdad, buscaba imponerla o simplemente transferirla. Él mismo Verdad, Verbo que se hizo carne, Historia viva, su pedagogía era la del testimonio de una Presencia que contradecía, que denunciaba y anunciaba. Verbo encarnado, Él mismo Verdad, la palabra que de Él emanaba no podría ser una palabra que, dicha, de ella dijese que fue, mas una palabra que siempre estaría siendo. Esta palabra jamás podría ser aprendida si no fuese aprehendida y no sería aprehendida si no fuese igualmente por nosotros “encarnada”. De ahí la invitación que Cristo nos hizo y porque nos hizo sigue haciéndonos – el de conocer la verdad de su mensaje en la práctica de sus más mínimos pormenores. 

 

Su palabra no es sonido que vuela: es PALABRACCIÓN. 

Su palabra no es sonido que vuela: es PALABRACCIÓN.

No puedo conocer los Evangelios si los vuelvo como palabras que puramente “aterrizan” en mi ser o si, considerándome un espacio vacío, pretendo rellenarlo con ellas. Esta sería la mejor manera de burocratizar la Palabra, de vaciarla, de negarla, de robarle el dinamismo del eterno estar siendo para transformarla en la expresión de un rito formal. Por lo contario, conozco los Evangelios, bien o mal, en la medida en que, bien o mal, los vivo. Los experimento y en ellos me experimento en la práctica social en que participo históricamente, con los seres humanos. De ahí la aventura arriesgada que es aprenderlos y enseñarlos, mientras un acto indicotomizable; de ahí el miedo casi siempre incógnito que nos asalta al escuchar el encanto de Cristo en la práctica de su mensaje; de ahí las racionalizaciones intelectualistas en que caemos y con que opacamos la Transparencia, de ahí que hablamos tanto de BUENVAS NUEVAS; de ahí que separamos Salvación de Liberación; de ahí, finalmente, que nos “archivamos” en un tradicionalismo o en un modernismo – manera de ser más eficientemente tradicionales-alienadores, recusando el estar siendo para poder ser lo que caracteriza la verdadera posición profética.

 

Conocer los Evangelios mientras busco practicarlos, en los límites que mi propi finitud me impone es, así, la mejor forma que tengo para enseñarlos. En este sentido es que solamente la práctica de quien se sabe humildemente un eterno aprendiz, un educando permanente de la Palabra, le confiere autoridad, en el acto de aprenderla y enseñarla.

 

Autoridad, por eso mismo, que jamás se convierte en autoritarismo.

 

Este, por lo contrario, es siempre la expresión de la reducción de la Palabra a mero sonido – no más PALABRACCIÓN – y la negación, por lo tanto, del testimonio pedagógico de Cristo. 

 

Tempo e presença. Outubro de 1979. Publicação mensal do CEDI. Número 154, pagina 7.