Los cristianos, para ser «luz del mundo», no deben tener la pretensión de brillar. Deben olvidarse de la ilusión de dar luz a los otros con la propia inteligencia. E intentar desterrar la oscuridad y el caos que nos rodea con una pizca –abundante– de locura. Se trata, en sustancia, de borrarse del club de los sabios de este mundo y pedir la admisión en el de los necios.