La justicia y los miserables

La justicia y los miserables


Vivimos en una América Latina muy polarizada. Nos cuesta pensar y dialogar equilibradamente desde los extremos. Necesitamos voces reflexivas y quizás voces antiguas de la historia que nos pueden brindar una perspectiva diferente acerca de las realidades que hoy siguen siendo nuestras. 

 

Victor Hugo en su libro, Los miserables (1862) quería denunciar tres grandes problemas: «la degradación del hombre por el proletariado, la decadencia de la mujer por el hambre y la atrofia del niño por la ignorancia». 

 

El siguiente texto viene de la primera parte, del segundo libro de Los miserables. Es una reflexión acerca de la justicia, la pobreza y la culpabilidad de la sociedad – una reflexión que sigue sonando de forma contundente hasta el día de hoy. 

Victor Hugo (1802-1885)

Victor Hugo (1802-1885)

Jean Valjean había entrado en el presidio sollozando y temblando; salió de él impasible. Había entrado en él desesperado y salió de él sombrío. 

 

¿Qué había sucedido en su alma? 

 

Tratemos de decirlo. 

 

Es necesario que la sociedad tenga en cuenta estas cosas puesto que ella las hace. 

 

Valjean era, como hemos dicho, un ignorante, pero no era un imbécil. La luz natural estaba encendida en él. La desdicha, que posee también su claridad, aumentó la poca luz que había ya en su mente. Bajo el palo, bajo la cadena, en el calabozo, en el trabajo, bajo el ardiente sol del presidio, en la cama de tablas de los forzados, se recogía en su conciencia y reflexionaba. 

 

Se constituyó en tribunal. 

 

Comenzó por juzgarse a sí mismo. 

 

Reconoció que no era un inocente castigado injustamente. Se confesó que había cometido una acción atrevida y censurable, que quizá no le habrían negado aquel pan si lo hubiera pedido, que en todo caso habría sido mejor esperarlo bien fuera de la compasión o bien del trabajo; que no es enteramente un razonamiento que no tiene réplica decir: ¿Se puede esperar cuando se tiene hambre?; que ante todo es muy raro que se muera literalmente de hambre; que, por desgracia o por suerte, el hombre está hecho de modo que puede sufrir largo tiempo y mucho, moral y físicamente, sin morir; que, por lo tanto, había que tener paciencia; que eso habría sido más conveniente incluso para aquellos pobres niños; que era un acto de locura por su parte, pobre hombre débil, asir violentamente por el cuello a la sociedad entera e imaginarse que se sale de la miseria mediante el robo; que, en todos los casos, era una mala puerta para salir de la miseria aquella por la que se entera en la infamia; en fin, que había obrado mal. 

 

Luego se preguntó:

 

Si él era el único que había obrado mal en su historia fatal. Si ante todo no era una cosa grave que él, trabajador, careciese de trabajo; que él, diligente, careciese de pan. Si, en segundo lugar, cometida y confesada la falta, el castigo no había sido feroz y excesivo. Si no había más que abuso por parte de la ley en la pena que por parte del culpable en el delito. Si no había un exceso de peso en uno de los platillos de la balanza, el de la expiación. Si el exceso de castigo no borraba el delito y no llegaba a este resultado: invertir la situación, reemplazar la culpabilidad del delincuente por la culpabilidad de la represión, hacer del culpable la víctima y del deudor el acreedor, y poner definitivamente el derecho de parte del mismo que lo había violado. Si aquel castigo, complicado con agravaciones sucesivas por las tentativas de evasión, no terminaba siendo una especia de atentado del más fuerte contra el más débil, un crimen de la sociedad contra el individuo, un crimen que se repetía todos los días, un crimen que duraba diecinueve años. 

 

Se preguntó si la sociedad humana podía tener el derecho de hacer sufrir igualmente a sus miembros, en un caso su imprevisión irrazonable, y en el otro caso su previsión implacable, y de apresar para siempre a un pobre hombre entre una falta y un exceso: la falta de trabajo y el exceso del castigo. Si no era exorbitante que la sociedad tratase así precisamente a sus miembros peor dotados en el reparto de bienes que hace el azar, y por consiguiente los más dignos de miramientos. 

 

Después de plantear y resolver esas cuestiones, juzgó a la sociedad y la condenó. 

 

La condenó a su odio. 

 

Le hizo responsable de la suerte que sufría y se dijo que quizá no vacilaría en pedirle cuentas algún día. Se declaró a sí mismo que no existía equilibrio entre el daño que había causado y el daño que le causaban; y al final sacó la conclusión de que su castigo no constituía, en verdad, una injusticia, pero seguramente constituía una iniquidad. 

 

La ira puede ser disparatada y absurda; se puede estar irritado sin razón; pero uno no se siente indignado sino cuando en el fondo se tiene razón por algo. Y Juan Valjean se sentía indignado. 

 

Además, la sociedad humana no le había hecho sino daño. Nunca le había visto más que ese rostro iracundo que ella llama su Justicia y que muestra a los que golpea. Los hombres no le habían tocado sino para maltratarlo. Todo contacto con ellos había sido para él un golpe. Nunca, desde su infancia, desde su madre, desde su hermana, había oído una palabra amistosa ni recibido una mirada benévola. De sufrimiento en sufrimiento llegó poco a poco al convencimiento de que la vida era una guerra, y de que en esa guerra él era el vencido. No tenía más arma que su odio. Resolvió agudizarla en la presión y llevársela al salir de ella. 

 

Había en Tolón una escuela para los presidiarios a cargo de frailes escolapios y en ella se enseñaba lo más necesario a aquellos de entre esos desdichados que tenían buena voluntad. Él fue uno de esos hombres de buena voluntad. Fue a la escuela a los cuarenta años de edad y aprendió a leer, escribir y contar. Tenía la sensación de que al fortificar su inteligencia fortificaba su odio. En ciertos casos, la instrucción y la luz pueden servir como instrumento del mal. 

 

Es triste decirlo: después de haber juzgado a la sociedad que había hecho su desgracia, juzgó también a la Providencia que había hecho la sociedad. 


Y la condenó también.

 

Así, durante esos diecinueve años de tortura y de esclavitud, aquella alma ascendió y descendió al mismo tiempo. En ella entraron por un lado la luz y por el otro las tinieblas. 

 

Jean Valjean no poseía, como se ha visto, una índole malvada. Era todavía bueno cuando llegó al presidio. Allí condenó a la sociedad y sintió que se hacía malo; allí condenó a la Providencia y sintió que se hacía impío. 

 

Al llegar a esto es difícil no detenerse a meditar durante un instante. 

 

Victor Hugo. (2005). Los miserables. Luis Echávarri, trad. Buenos Aires: Editorial Losada., 82-84. 

 

Preguntas para la reflexión: 

 

Por más que un tribunal se sujeta a sus leyes, ¿siempre harán justicia? ¿Qué concepción de justicia vemos en esta lectura? ¿Cuáles nociones de justicia vemos en la Biblia? ¿Es real la criminalización de la pobreza?