En la India hasta hace no mucho, el sistema de estratificación de «castas» establecía un orden social, en el que los niveles sociales se determinaba por la herencia familiar. Dependiendo de la familia en que se naciera, se sabía a cuál casta se pertenecía. Evidentemente era un sistema en la que clases más opulentas buscaban no mezclarse con las menos favorecidas. Pero no nos hace falta ir hasta un país de oriente, o viajar unos años atrás. En occidente, incluso en Sudamérica, tenemos muchas sociedades estratificadas. Incluso ciudades, que no usan oficialmente esa división, en su urbanización tienen sectores reservados para las personas en situación de pobreza o indigencia.
Ante tanta injusticia social, la Iglesia debería seguir los pasos de Jesús al devolverle los derechos perdidos a aquellos a los que les han sido postergados por aquellos que los oprimen. De todas formas, creo que un gran obstáculo para que la Iglesia actúe ante estas divisiones son las propias que hay dentro del Cuerpo de Cristo. Hay, sin duda, enseñanzas, que dejamos crecer, que no tienen un sustento en la predicación de Jesús y los Apóstoles, que favorecen el desarrollo y reproducción de estratos. En el que quiero desarrollarme puntualmente es en el de los dones.
Es común escuchar en las comunidades de fe, que sus miembros están separados por aquellos que tienen «dones de servicio»; mientras que otros, «dones intelectuales o de erudición». Pero ¿dónde se crearon estas divisiones? Desde mi punto de vista, no desde las Escrituras.
Muchas de las palabras que traducen como «don» en la Biblia hacen hincapié en ser recibidas gratuitamente o de gracia. Es decir, estos «dones» son un regalo de Dios. No hay un mérito personal al que podamos acudir para recibirlos. Por ende, si alguien recibe de gracia un don, no debería hacer alarde de él, o jactarse por tenerlo. Paradójicamente, en la división que anteriormente mencionamos, lo usual sería asignarle los “dones intelectuales o de erudición” a aquellas personas que han transcurrido en un proceso de formación académica. Pero en tal caso, ¿respondería a un regalo de Dios o al mérito personal? Hay que tener en cuenta la importancia de las condiciones previas, tales como el ambiente donde nos crecemos, son fundamentales para que lleguemos a esos niveles de formación. Evidentemente, Dios no limitaría la asignación de dones dependiendo si nos desarrollamos en un contexto favorecido o no.
Otro punto importante es distinguir que el servicio no está delimitado a un grupo dentro de la Iglesia; sino, que es una responsabilidad y compromiso de todos. Jesús dijo: «Pues, si yo, el Señor y el Maestro, les he lavado los pies, también ustedes deben lavarse los pies los unos a los otros. Les he puesto el ejemplo, para que hagan lo mismo que yo he hecho con ustedes. Ciertamente les aseguro que ningún siervo es más que su amo, y ningún mensajero es más que el que lo envió» ( Juan 13:14-16, NVI). El servicio debería ser inherente en todos aquellos que reconocemos a Jesús como Maestro y Señor.
Evidentemente aquellos que cumplen la función de enseñar en la Iglesia también ofrecen un servicio a la comunidad. Pero tanto para ellos cómo para los demás, es una responsabilidad «lavar los pies» los unos a los otros. Romanos 12:7 hace referencia a los que tienen el don de servir, y los de enseñar. La palabra servicio en este caso se traduce de diakonía, la que se utiliza para describir muchos ministerios; por ejemplo, en la Iglesia de Jerusalén, el ministerio de la palabra de los apóstoles y el del grupo de los siete que servían la mesa, se reconocen por el mismo término. A lo que podemos concluir que el servicio a la comunidad tiene que ser una tarea distintiva de todo aquel que decidió seguir a Jesucristo.
Si ya pudimos distinguir que los dones que Dios otorga, son un regalo de Él y que deberían ponerse al servicio de su Reino, llegamos a la conclusión de que deberían ser un factor de unidad dentro del cuerpo y no uno que marque sustanciales diferencias. La Iglesia que no puede tener una participación solidaria entre sus miembros, no es una Iglesia que glorifica a Dios. No solamente para poner al servicio de los otros lo que Dios nos ha dado, sino para permitir desarrollar, en un marco de justicia, lo que el Padre le dio a nuestros hermanos.
Sin duda, será una función de la Iglesia mostrar la justicia de Dios ante una sociedad que se fragmenta para seguir reproduciendo la continuidad de las clases establecidas. Pero también es la de tener una mirada crítica hacia dentro. Debemos fijarnos en cuales son aquellas enseñanzas que asumimos como correctas que estratifican injustamente al Cuerpo de Cristo.
Jairo Díaz estudió teología en la Escuela Quiteña de Estudios Bíblicos en Quito, Ecuador y está cursando la licenciatura de psicopedagogía en la Universidad Nacional de San Martín. Actualmente sirve en la Iglesia de Cristo Redentor en la ciudad de Buenos Aires, Argentina.