Ser cristiano es bien difícil. Antes de bautizarnos, hicimos una confesión. En primera instancia, confesamos que somos pecadores, que hasta ese momento habíamos vivido como esclavos del pecado. Luego, confesamos el nombre de Jesús, el único que puede librarnos de la esclavitud y de los deseos desordenados. Después de nuestra confesión, nos bautizaron en el nombre del Padre, Hijo y el Espíritu Santo para el perdón de los pecados y para recibir el don del Espíritu Santo. A partir de ese momento, somos hijos e hijas de Dios, muy amados.
Ser cristiano es bien difícil porque en vez de ya ser todo lo que aspiramos ser, vivimos luchando con fe en una promesa. La promesa dice que, gracias a Dios, vamos siendo cada vez más lo que Él nos ha llamado a ser. 1 Juan 3 nos dice que aún no se ha manifestado lo que habremos de ser. No obstante, seremos completamente transformados, llegaremos a ser semejantes a Dios cuando lo hayamos contemplado tal cual es. Aún no hemos experimentado esta visión beatífica, por eso, seguimos siendo transformados.
Este proceso de transformación se llama vida con Cristo. Es una vida en comunión con la Trinidad. Es una vida en comunión con el cuerpo de Cristo, la iglesia. Dios nos ha hecho un tremendo regalo: la oportunidad de formar parte de su pueblo hoy a pesar de que todavía luchemos con el pecado. Para algunos, este hecho representa un desafío y hasta genera rechazo en otros. Sin embargo, para mí, es una muy buena noticia.
La iglesia es el lugar perfecto para los pecadores, para los hipócritas y para los que aún están habituados a pecar. Es el lugar perfecto para ellos siempre y cuando no pierden de vista la necesidad del arrepentimiento. La iglesia no reúne a personas perfectas o intachables. (Aún no he conocido ninguna hasta la fecha.) La iglesia reúne a las personas que han sido liberadas de la pena de muerte y han recibido, por la gracia de Dios, una nueva oportunidad para vivir en serio.
Los hermanos que se escandalizan por los pecados de los demás hermanos suelen ser personas recién convertidas, hermanos inmaduros o simplemente personas que tendrían que pasar más tiempo frente al espejo. Junto con el regalo de la salvación viene otro regalo: una nueva conciencia de nuestro propio pecado. La verdad es que una mayor conciencia sobre nuestras propias flaquezas y debilidades nos facilita varias cosas.
Primero, al darnos cuenta de lo corrompidos que estamos, podemos asombrarnos aún más por la grandeza de la gracia de Dios. Segundo, al tomar conciencia sobre nuestra propia maldad, podemos evitar fingir que somos mejores o más espirituales que los demás. Tercero, al ver nuestro corazón como es en realidad, podemos ser más empáticos con los hermanos y mostrar, con mayor disposición, la gracia de nuestro Padre. Podemos evitar ser el hijo pródigo y de paso, evitamos ser el hermano mayor para seguir el ejemplo del Padre amoroso.
Queridos hermanos, no se escandalicen ante el pecado de su hermano. Ruegen por él, por su corazón y acuérdense de los muchos pecados han cometido ustedes. No se escandalicen ante el pecado de su hermana. Hagan lo que puedan para recordarle que la gracia (no la culpa ni el temor) nos enseña a rechazar el pecado y la mala vida. Sobre todo, amen como Jesús nos amó y dio su vida por nosotros.
No vendría mal imaginarnos, de vez en cuando, en los zapatos de Isaías delante el trono de Dios (Isaías capítulo 6). La única reacción posible ante semejante visión de la santidad de Dios es reconocer que todos estamos arruinados y necesitamos urgentemente de su bondad y perdón.